Y luego nada
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Hay sombras grises en la vieja estación de ferrocarriles. Algunas sombras fugaces pasan desapercibidas entre el gentío. Las ruedas de las maletas resuenan amplificadas por la melancolía de los que marchan. Son murmullos de despedidas, de reencuentros, de un adiós que esperas que sea un hasta luego. Es entonces cuando recuerdas todas las palabras que no has dicho, los abrazos que no diste. El tic-tac del reloj central se cierne sobre los viajeros. Y en un simple roce de labios debes concentrar todos los besos de buenos días y de buenas noches. El sol entra a raudales por los ajados cristales del techo, regalándole un aspecto aún más lánguido a un edificio ataviado con estructura de hierro, lágrimas y suspiros. Bajas las escaleras y apenas puedes distinguir las difuminadas siluetas de aquellos que se quedan por los rayos del astro diurno. El tren arranca, se desdibujan sus rostros hasta ser un punto en el horizonte, y luego nada.